La diabetes lo dejó ciego, después de 4 años volvió a ver y conoció la cara de su cuarto hijo

Fabián Richetti no conocía la cara de Ezequiel, su cuarto hijo, nacido mientras él estaba ciego. A Priscila, la tercera, la había visto hasta los 9 meses de vida cuando le dio un beso la noche anterior al día que perdió la vista mientras atendía una verdulería por un desprendimiento de retina. Fueron cuatro años de oscuridad, de temores, de negarse a llevar un bastón que le dijera al mundo su nueva condición.

Fue la diabetes tipo 1 que le diagnosticaron en la adolescencia la que desencadenó la perdida de visión. En 2010, se convirtió en el primer paciente en recibir un trasplante combinado de riñón y páncreas en la provincia de Buenos Aires que le cambió la vida: la diabetes se fue y gracias a ello pudo ser sometido, el mismo año, a la cirugía que le devolvió la vista.

“El médico me pedía que abriera los ojos y no quería. Durante 4 años apreté los párpados para no abrirlos porque algo me molestaba aunque solo veía oscuridad, pero a los dos días de la cirugía para intentar salvarme la vista regresé a la consulta y le dije al oftalmólogo: ‘¡Doctor, creo que veo, pero veo muy nublado!’. Me revisó y vio que tenía tremendas cataratas. De inmediato pidió un quirófano, las operó y se hizo el milagro”, resume Fabián el momento en que su vida volvió a cambiar, esta vez para siempre.


La historia

Fabián Richetti tiene 44 años, es oriundo de Arroyo Seco, provincia de Santa Fe y vive en Mar del Plata. A los 14 años empezó a bajar de peso de manera repentina. Fue diagnosticado de diabetes e inició una etapa de diálisis, inyecciones de insulina y del miedo recurrente a morir por esa enfermedad. Pese a ello jamás imaginó todo lo que sucedería.

“En ese momento estaba mucho con mi abuela, que era diabética y se aplica insulina, y cada vez que la veía pincharse me aterraba; cuando empecé a perder peso, ella se dio cuenta de lo que pasaba y me dijo que si me hacía los análisis para ver si era diabético, por los que mi papá y mamá insistían, me regalaba plata para que me comprara lo que quisiera. Los hice y cuando llegué a casa de la escuela me recibieron todos llorando, no entendía qué pasaba y ahí me contaron que tenía diabetes y yo me reía. ‘¿Tanto lío por tener diabetes?’, les pregunté porque no entendía la gravedad porque pensé que solo era una cuestión de dieta y cuidarme con las comidas”, revive y cuenta que el lugar más cercano para iniciar el tratamiento médico estaba en Rosario, a 30 kilómetros de su casa.

Fue hasta allí y le practicaron una serie de estudios y análisis. “Determinaron que ya debía comenzar a usar insulina y cuando me dijeron que no podía comer nada recién ahí me di cuenta de que esto era algo muy difícil. El primer año traté de cuidarme lo más que pude, me pinchaba el dedo día por medio. Después probé un alfajorcito, me hacía los análisis y nos alía nada; después fue una Coca, de las más chicas, y pasó lo mismo... Y fui probando, probando, hasta que me empecé a descuidar. Fue una vida a los ponchazos porque es muy difícil controlarla, al menos para mi lo fue. Después tuve picos de glucemia y me pinchaba hasta seis o siete veces por día para bajarla”, lamenta.

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Cuando ya tenía 18 años notó que cada vez veía menos y más tarde comenzaron a fallarle los riñones. “Fui al oftalmólogo y me dijo que tenía que hacerme un tratamiento con láser que era una locura pero necesario: 2.700 disparos en cada ojo. Diez años después comencé a tener problemas en los riñones y cuando fui al nefrólogo me dice que tenía que empezar a hacerme diálisis. Me levantaba de la cama con los pies hinchados como patas de elefantes, jamás imaginé que eso era por problemas en los riñones ni que necesitaría de diálisis, pero así fue”.

A esa altura de su vida, en el año 2006, el cuadro general en su salud era preocupante. “Tuve una neumonía, en mí todo era líquido. Tenía líquido en el corazón, los pulmones tapados y caí internado grave, los médicos no me daban esperanzas de sobrevida. Estuve unos 20 días en coma, pude salir y comencé la diálisis. Ahí comenzó la odisea porque me dializaban cinco horas, día por medio. Fue durísimo. Cuando comencé con esto tenía muy poca visión en el ojo derecho y al terminar la etapa de diálisis lo perdí del todo, pero mantenía perfecto el derecho hasta que un día comencé a ver nublado, trabajando en la verdulería como cajero una señora me pide que le alcanzara una bolsita con papas, que estaban apiladas en el piso, y cuando me di vuelta para dársela no vi más. Tuve desprendimiento de retina y el 6 de agosto de 2006, a los 30 años, me quedé ciego”.


La vida a oscuras

Ese comercio estaba dos cuadras de la casa de Fabián. Sus compañeros de trabajo y amigos lo llevaron hasta allá llorando. “Yo sabía que me había quedado ciego porque ya había perdido el ojo derecho. Como vivo en un primer piso por escaleras, y como tantas veces por día las había subido y bajado, subí casi corriendo, de memoria, no reaccionaba todavía. Entré a mi casa y fui directamente a mi cuarto y me tiré en la cama boca abajo y empecé a llorar”, revive la fatal tarde.

De a poco comenzó a llegar su familia, sus padres, sus hermanos, su esposa, sus hijos... “Me convencieron para ir la guardia y me dijeron que se había desprendido la retina, que se podía revertir”.

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Emocionado reconoce sus emociones en esos días. “Fue muy duro, muy triste porque pasan los días, pasan los meses, pasan los años, pero cuando se está ciego cuenta cada segundo de la vida. Mientras uno está despierto quiere hacer de todo, pero estando ciego todo es con imaginación, se vive con imaginación, agudizando los oídos y utilizando el olfato para caminar todo, para hacer, para tocar y te chocás con todo y estaba negado a usar el palito o a ir a una escuela de ciegos... Estaba negado, pero confiando en Dios, en mi familia somos evangelistas, para mi un ejercicio hablarle y pedirle que me devolviera la vista, que me hiciera el milagro”.

Desde hacía dos años, Fabián estaba en la lista de pacientes que necesitaban un trasplantes, en su caso de riñón y páncreas. “Un día me llamaron del Hospital Australia porque tenía donante y me convertí en el primero en recibir un trasplante doble de riñón y páncreas en la provincia de Buenos Aires; eso hizo queme recuperara de la diabetes y tuviera una posibilidad de que me operaran el ojo que estaba ciego pero que no estaba del todo perdido”.

Habló con el cirujano del equipo de nefrología que a su vez le pidió a Mario Saravia, médico oftalmólogo, que lo revisara porque pese a estar aún delicado y quizás él pudiera darle una posibilidad de ver o al menos contenerlo si no era posible devolverle la vista.

“Volví de Mar del Plata para la consulta con Mario y me dice que se podía probar. ‘Más ciego no te voy a dejar’, me dijo y lo abracé. Sabía que si alguien me operaba, yo iba a ver”, recuerda emocionado.


Volver a ver

El 14 de septiembre de 2010 fue operado por Saravia. “Era martes, mi hijo más grande cumplía 18 años, y nadie me quería acompañar a la cirugía porque estaban con la mala experiencia de lo que pasó con mi ojo derecho que después de tres operaciones y mucho manoseo lo perdí, pero mi mamá estuvo a mi lado. Alquilé una habitación en un hotel frente al hospital y al día siguiente de la operación agarré el celular, que usaba de memoria, y vi el reflejo de la pantalla. Volví a parpadear y lo volví a ver, pensé que estaba soñando. Veía luces, claridad, rayos. El jueves, vuelvo a control y cuando me levanta el párpado vi algo raro, muy nublado, algo muy raro y le conté, el viernes eso empezó a despejar y el sábado otra vez en el hospital vi un tarro de café, me vi las zapatillas azules, vi colores, veía caras mientras caminaba al consultorio y al llegar le digo que veía. Me controla, se agarra la cabeza y me dice que tenía una cataratas tremenda. Intentó operarme en el momento, pero tuve que esperar hasta el martes”.

Fabián regresó a Pilar llorando de emoción y ese martes, Mario le quitó la cataratas y Fabián volvió a ver. “Ya en la camilla me hizo abrir los ojos y después de parpadear vi, vi todo otra vez, con una nitidez extrema. Vi el mundo nuevamente. Al salir, la miro a mi mamá y le digo: ‘¡Estás despeinada!’, y se puso a llorar”.

Al llegar a la casa vio a sus hijos, por primera vez en cuatro años. Priscila ya tenía 5 años y Ezequiel 10 meses. Revivió las vidas de ellos en fotos, pero le costó mucho tiempo verse a sí mismo al espejo y reconocerse. “Estoy bien gracias a Dios, ahora veo la vida y el mundo de otra manera. La ceguera me hizo valorar la vida, con sus colores y cada detalle”, finaliza.


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